Era una hermosa tarde de abril. El cielo resplandecía como un látigo azul. El horizonte, coronado por una ligera calima. Unos niños jugaban en la orilla de la playa y de cuando en cuando se dejaban lamer los pies por las olas breves y cadenciosas. Dos mujeres mayores paseaban con tranquilidad por el rebalaje. Un poco más allá, un chico y una chica muy jóvenes, de pelo rubio, largo y lacio se asoleaban sobre sus toallas.
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Nuestro contacto con la Esclerosis Lateral Amiotrófica, con la ELA, ha sido relativamente breve pero contundente. En junio de 2024 nos dieron la noticia tras un diagnóstico tardío. Un mazazo, pero ante la incertidumbre de no saber qué ocurría, una herramienta con la que mirar adelante y trabajar.
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Si aita me enseñó el fuego, ama, tú me enseñaste los libros. Recuerdo una noche de tantas, era verano y hacía calor. Estábamos en Potes, era el año 1985, yo tenía 11 años. Y como en un sortilegio me leías largos párrafos de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez. Era un libro grueso, de portada azul y floreada. Era un rito habitual entre nosotros. Tú me leías y yo escuchaba.
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Eran las cuatro de la mañana. La calle apenas silenciosa. Se escuchaban repiqueteos aquí y allá, como drizas golpeando los mástiles de los veleros. Algún batir de ventanas. De repente, llegó como una oleada de murmullos inacabables, un ronroneo primero, un borboteo después, para transformarse en un rumor de roqueríos que se desplazaban hasta desaparecer.
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Estremecedor, brutal y profundamente cruel. No se puede definir de otra manera el hecho que los medios de comunicación han recogido esta semana acerca de la violencia obstétrica padecida por una paciente en el hospital Materno Infantil de Málaga.
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Cuando puedo, me gusta caminar hasta el Casco Antiguo desde nuestra casa en la calle Serenata. Escojo el recorrido que me lleva por el puente colgante de la Barbacana, Puente Cristo del Amor, para adentrarme en el laberinto de calles blancas del centro a través de calle Postigos, calle Atarazanas para encaminarme por calle Lobatas y luego decidir si atajo por el callejón del Santo Cristo o por la calle Príncipe o por calle Chorrón para desembocar en la calle Ancha o en Puente Ronda.
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Es como ese primer amor que nunca se abandona, que forma parte de uno para siempre, que se aloja en un lugar cálido del corazón, que te acompaña en otras aventuras y con otras querencias, pero que permanece contigo hasta el final.
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Cuando Google Maps me sugiere una ruta para ir desde Marbella hacia un municipio del interior de la provincia siempre escojo la ruta que se aleja del mar. Apuesto por las carreteras algo más sinuosas, por las vías un tanto maltratadas.
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Cierro los ojos. Apoyo la espalda sobre la pared caliente. Estoy sentado en una bancada de madera. Es nuestra terraza que asoma a la calle Serenata. Oigo el tráfago del tráfico, de la gente, unos metros abajo como un latido de la vida.
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Ya no hay tanta pitanza como antaño, degustaciones, bebidas espirituosas vernáculas, algunas, pero las menos. FITUR ya no es lo que era en este sentido, cuando podías ponerte púo a delicias del mundo sin pasar por caja, todo por mor y gloria de la promoción de un destino.
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