El ruido es improductivo, las acepciones que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua propone para su definición son consustancialmente negativas.
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Lo que más me ha sorprendido en el aterrizaje de esta Fase 1 es el aumento general de decibelios. Vivimos en un primero, así que no nos resulta extraño que el ritmo de la vida callejera nos acompañe en mayor o menor medida, pero la tarde del lunes y la del martes, fueron especialmente ruidosas.
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Es un lugar exacto y concreto. No sabría indicarlo con las coordenadas precisas de la topografía, pero sí situarlo en los mapas de las querencias, de los cariños, de los amores primeros, tempranos, de aquellos que dejan una marca indeleble en la memoria, un brochazo de color.
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La realidad confinada, la libertad confinada. Después de más de 50 días recluido, el pasado domingo salí a la calle por primera vez con consciencia de ello. Un paseo largo, al borde del kilómetro, a través de una ciudad herida y fantasmal, con presencias espectrales guarecidas tras mascarillas, protegidas de guantes, interactuando a una distancia fuera de la lógica de las querencias, coartando los abrazos, las caricias, los cariños.
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Una de las armas preferidas que los opinadores de postín arrojan sobre la faz de cualquier interlocutor que se ponga a tiro, preferiblemente de posición ideológica contraria/opuesta a la suya, es aquel milagroso “Ya sabía yo” o aquel “Ya te lo dije” que pone a cada uno en su lugar y a cada cual en su sitio, un conocimiento superlativo y omnímodo de la realidad que les transforma en seres superiores en conocimiento y sabiduría.
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Era 23 de enero de 1996. Tras terminar de leer “El jinete polaco” de Antonio Muñoz Molina, apunte la fecha, el título y el autor en una pequeña libreta roja de marca Tauro que tenía olvidada en la mesa de mi habitación de estudiante de periodismo. El 28 de enero, cuando finiquité “El general en su laberinto” de García Márquez, busqué aquella libreta roja y, de nuevo, garabateé la fecha, el título y el autor.
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Un sol intermitente que templa las paredes de ladrillo, como un horno calmo y refractario. La ligera brisa con rastros de sal que sobreviene calle Serenata arriba. Venus encajado en la primera noche como si de una taracea se tratara. Una bandera de arcoiris refulgente que se mece con el aire de la tarde. La Cruz de Juanar abrazada por las brumas como amantes heridos.
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¿Y si cuando todo acabe decidimos quedarnos en casa? ¿No salir? ¿Abrazar el confinamiento como quien abraza al factótum de sus anhelos? ¿Mantener el enclaustramiento forzado de manera voluntaria ad aeternum, hasta que nuestros huesos confinados sean un enser más de nuestro hogar? ¿Y si cuando se nos permita abrir la puerta decidimos no abrirla?
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Todos en este encierro obligado, solidario, plural, total, nos hemos hecho la firme promesa de reconectar con el mundo y con la vida, con nuestros semejantes, con nuestras familias, besar a nuestros amantes, abrazar a nuestros enemigos, transformarnos en profetas del carpe diem y apurar los instantes hasta el último sorbo, hasta el último hálito de conciencia y de belleza cuando este apocalipsis distópico termine.
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Ya no aplaudimos en los balcones a los profesionales de la sanidad, ya no aplaudimos en los balcones a todas aquellas personas que nos atienden de cara al público, ni a los bomberos, ni a la policía. Desde hace un par de días nos aplaudimos a nosotros mismos, a esa necesidad de sentirnos vivos, conectados, de formar parte de una red social que nos define como comunidad.
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