Miramos al cielo y descubrimos aún el sol en lo alto de su magisterio, rotundo. Aprovechamos los últimos vestigios de la playa, apuramos los baños antes de que se oculte y todo lo invada cierta pelúa. Ocupamos las terrazas, buscamos el calor como gatos perezosos. Nos reconfortamos, nos estiramos, cerramos los ojos. Disfrutamos de este arrebato veraniego, de solaz y regocijo.
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La palabra CÁNCER parece escribirse siempre con mayúscula, decirse siempre en mayúscula aunque sea levemente bisbiseada, temerosa y secretamente susurrada. Es una de esas palabras que siembran un cataclismo en el entorno de las personas que se ven impelidas por ella.
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Recuerdo cuando mi aita, mi padre me enseñó el fuego. Era pequeño y calzaba botas Chiruca de las antiguas, de aquellas de cuero que debían ser engrasadas para mantener su flexibilidad y que requerían todo un ritual, un proceso antes de ponérselas. Llevaba unos pantalones de pana hasta la rodilla, con un botón que apresaba las medias de lana largas, largas, largas. Camisa de cuadros, jersey y chubasquero. Apenas una gorra para cubrirse y un cuchillo en su funda de cuero a la cintura. Un bastón de madera en la mano y un zurrón colgado al hombro con cuatro viandas, un pañuelo y poco más.
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Ya había olvidado esa cualidad de la luz en otoño que a todo impregna de una perezosa languidez al atardecer, como queriéndose demorar en el horizonte de poniente, haciéndose de rogar, aferrándose a los últimos coletazos del día, tiñendo el cielo de rojos violentos, de naranjas arrebatados, de morados excesivos para desaparecer despacio, despacio, despacio antes de dejar paso al imperio de la noche.
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Vivimos nuestra infancia, nuestra adolescencia, dentro de las dinámicas intrínsecas al dolor. Incorporamos la muerte, el asesinato, al paisaje vital de aquellos años y ahora forman parte del tejido emocional de nuestro presente.
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Quizá porque me pone frente a mis contradicciones, mi pensamiento troncal acerca de lo divino, de lo humano y su representación en la tierra, pero es cierto que una emoción cuyo tipo no acierto a definir me recorre por dentro cuando asisto a la comunión colectiva que suponen las procesiones festivas de este sur que me acoge y me abraza.
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Un paso tras otro. Dejo atrás la calle Serenata y desciendo por la parte trasera del Campo de Fútbol para aterrizar a la altura de la playa de la Bajadilla, me interno por el barrio, cruzo por delante de las casetas de pescadores, me asomo a El Cable y conecto con la Senda Litoral a la altura de Banana Beach, a partir de ahí, todo es crujido de madera, salitre en el rostro, olor a mar y el sonido del roquerío contra la arena.
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Echo de menos esa cualidad infinita y flexible que tenía el tiempo cuando se es niño. Esa posibilidad de estirar las horas hasta más allá de lo concebible y que al final de la tarde todo hubiera acontecido en un suspiro, como el estallido de una pompa de jabón.
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La RAE, la Real Academia de la Lengua Española, mantiene a la palabra petricor en ese limbo extraño de lo existente pero invisible que se da en llamar “Observatorio de las Palabra”s, un lugar que “ofrece información sobre palabras (o acepciones de palabras) y expresiones que no aparecen en el diccionario, pero que han generado dudas: neologismos recientes, extranjerismos, tecnicismos, regionalismos, etc”.
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El 31 de agosto de 2012 fuimos desalojados del municipio de Ojén como consecuencia del incendio de Barranco Blanco. Eran las tres y media de la mañana, Daniela tenía apenas ocho meses. Recogimos lo básico y salimos a la calle, salimos al infierno. El cielo vibrando de calor, anaranjado y rojo y violeta y azul. Las cenizas como una niebla espesa. Las pavesas impactando aquí y allá. El olor a humo irrespirable. Recogimos a mi familia. Nos montamos en el coche y salimos hacia Marbella mientras veíamos cómo el fuego avanzaba a punto de alcanzar la carretera. Un caballo blanco que apareció sobre el camino.
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