La insoportable necedad del ser

03/09/2018
Siempre que veía el título de la novela de Milán Kundera en la biblioteca de la casa de mis padres, incluso antes de leerla, no podía evitar cambiarlo por el que encabeza este artículo. 

Al hombre se le presume una inteligencia superior al resto de especies. Algo cuestionable si observamos el comportamiento de sociedades, de algunos de sus individuos, de cómo nos machacamos a nosotros mismos, como nadamos en la abundancia en algunos rincones privilegiados del mundo frente a la pobreza y el hambre de demasiados millones de seres humanos o de ver como contaminamos y destrozamos nuestro planeta reduciendo de forma drástica los hábitats naturales y su biodiversidad.

Curiosamente el concepto de inteligencia ha sido tan escurridizo como antropocéntrico. Se ha redefinido continuamente para que el hombre estuviera en la cúspide de la Scala Naturae hasta que alguna especie cumplía los criterios y obligase a redefinir su concepto (tamaño del cerebro, capacidad de adaptación, coeficiente de encefalización o capacidad de aprendizaje).

Lo cierto es que pese a nuestras indiscutibles capacidades, habilidades e inteligencias múltiples la medida de la inteligencia humana debería alinearse con la ética; al bien común que somos capaces de generar no solo a nuestra sociedad sino a todo el planeta y sus seres vivos. De qué sirve estar situado en lo alto de la pirámide evolutiva, desde esa superioridad intelectual que nos caracteriza, si no somos capaces de lo más importante: de conservar la vida del planeta en su plenitud. Dejar la Tierra que habitamos igual o mejor a las siguientes generaciones debería ser de obligado cumplimiento.

Me produce un profundo desasosiego escuchar de forma recurrente como el hombre busca condiciones de habitabilidad en otros planetas y no es capaz de conservar la vida en el suyo propio. Me imagino que detrás de tal empresa se encuentra una lección de pragmática: aceptar la insoportable necedad del hombre y su capacidad de autodestrucción. Un oscuro atavismo de nuestra especie la de ceder a la codicia pese a que termine acabando con nosotros mismos. Nos sentimos dueños absolutos de este mundo y de sus seres vivos. El planeta donde vivimos no nos pertenece, somos una especie más.

Lo ocurrido este verano, y los anteriores, en nuestras costas con las medusas puede ser un ejemplo ilustrativo de nuestra negativa interacción con el medio natural. Ahora que las medusas han pasado de turistas accidentales a molestas residentes —sin culpa alguna—, cabría preguntarse qué es lo que estamos haciendo mal como sociedad. Mi amiga Concha García, con su sensibilidad de poetisa, me decía el otro día que la mar enviaba a sus mensajeras para advertirnos de su extenuación por el maltrato recibido.

En tono más prosaico los expertos, como Juan Jesús Martín del Aula del Mar, señalan que esta invasión de medusas, un amenaza real para el turismo de sol y playa, está más relacionada con la ruptura entre depredador y presa. Sus depredadores naturales en el mar de Alborán, como son sardinas, boquerones o jureles, han disminuido drásticamente, al igual que la tortuga marina cuando se convierten las medusas en adultas.



Otro motivo que no ayuda, al parecer, es la contaminación orgánica por la falta de saneamiento en muchas ciudades. De ahí la multa millonaria que ha impuesto la Unión Europea a municipios españoles. Algunos demasiado cercanos como Estepona, Alhaurín, Nerja o Coín por los vertidos de aguas sin tratamiento y que al final todos sufrimos. En Marbella la red de depuración está más que colapsada desde hace décadas y las nuevas urbanizaciones, tanto de Marbella como de su entorno más cercano, no hacen más que empeorar dicha situación, la cual en verano, con una población que se triplica, se ve agravada por unos aliviaderos de la red de saneamiento que vierten al mar aguas sin depurar. Quien esté escéptico con este tema solo tiene que hacer una inmersión en cualquiera de los emisarios submarinos que jalonan nuestra costa.

Hay que recordar que estos vertidos enturbian el agua, repercuten en la cadena trófica y en la calidad del agua. Con un urbanismo en continuo crecimiento, y sin un plan de infraestructuras, como las de saneamiento y depuración, que se equipare a ese metabolismo urbano, el desastre medioambiental está asegurado. Ya no hablemos de los desarrollos urbanos que se prevén en la Costa del Sol.

Este año los comerciantes, restauradores y hoteleros se quejaban de una bajada de sus cifras de negocio con respecto al año anterior, entre otras razones, por un turismo prestado de otras zonas turísticas que han recuperado seguridad y se han promocionado vía precio. Una oportunidad para fijarnos más en las debilidades que en las posibles amenazas del exterior y para formularnos ciertas preguntas. Una de ellas podría ser: ¿tenemos claro en la Costa del Sol, como destino, que la calidad pasa por ser destinos sostenibles donde las políticas medioambientales sean el caballo de batalla para ganar competitividad y, lo más importante por encima de lo anterior, ciudades que estén en armonía con su naturaleza?
 
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