Una tarde de esta semana tomaba café en un céntrico local de Marbella. Temperatura sueva, brisa agradable. Leía tranquilamente mientras hacía tiempo entre una gestión y otra. Junto a mi mesa se sentó una pareja que hablaba sin prejuicios a voz en cuello. Después de poner a bajar de un burro a Pedro Sánchez, ella le dijo a él con total tranquilidad que no entendía cómo los suyos no le habían colocado en el ayuntamiento en su época. Normalización absoluta, la corrupción transformada en moneda de cambio corriente.
Desafortunadamente, nuestra ciudad y la Costa del Sol, rincones de belleza natural, clima privilegiado y vida de lujo, han sido también territorios marcados por la corrupción. No es nada nuevo. Desde escándalos inmobiliarios hasta redes de sobornos y tráfico de influencias, la corrupción ha permeado diversos niveles de la sociedad y, en algunos casos, se ha convertido en una práctica tan común que parece haberse "socializado" en la conciencia colectiva.
Lo preocupante no es solo la existencia de estos casos corrupción públicos y notorios, sino cómo han moldeado la percepción de una parte de la ciudadanía respecto a la corrupción. Poco a poco, las prácticas corruptas han dejado de ser vistas exclusivamente como actos criminales para convertirse, en algunos círculos, en una especie de norma social. La frase "así funcionan las cosas aquí" se ha convertido en un mantra que refleja resignación y, en algunos casos, complicidad.
Y aquí deriva el auténtico problema que emana de esas prácticas asumidas por las altas esferas durante muchos años. La corrupción también se infiltra en la vida cotidiana. Desde pequeñas ayudas para agilizar trámites administrativos hasta favores entre vecinos que rozan la línea entre lo legal y lo ilícito, la práctica parece haberse arraigado en muchas ocasiones dentro del tejido social. Esto tiene un efecto devastador: normaliza la corrupción y erosiona la confianza en las instituciones.
El impacto de esta "socialización" de la corrupción es profundo y multifacético. En primer lugar, afecta la reputación global de la región. Aunque sigue siendo un destino turístico y residencial de élite, los escándalos de corrupción proyectan una sombra sobre su imagen, lo que puede disuadir inversiones extranjeras y turistas.
En segundo lugar, socava la cohesión social. Cuando las reglas son flexibles para unos pocos privilegiados pero estrictas para el resto, se genera un sentimiento de desigualdad y frustración que mina la solidaridad comunitaria. Además, la corrupción perpetúa la desigualdad económica, favoreciendo a quienes tienen conexiones y recursos para "jugar el sistema" mientras deja a la mayoría en una posición de vulnerabilidad.
¿Hay solución? Se necesita un cambio cultural profundo que devuelva la ética y la transparencia al centro de las prácticas sociales y económicas. Las campañas de educación cívica, la promoción de valores democráticos y la creación de espacios donde las personas puedan denunciar prácticas corruptas sin temor a represalias son pasos cruciales en esa dirección.
La socialización de la corrupción no solo afecta a quienes están directamente involucrados en estos actos, sino también al conjunto de la sociedad. Es un fenómeno que erosiona los valores, desacredita a las instituciones y amenaza el desarrollo sostenible de la región. Revertir esta tendencia requiere un esfuerzo conjunto de ciudadanía, autoridades y empresas para recuperar la confianza y construir un futuro en el que la corrupción sea la excepción y no la regla.