Las reglas son sencillas

14/10/2020
Hace apenas un mes, en este mismo foro, escribía un artículo que titulaba “Echarse al monte”, una suerte de recuerdo y de presente en el que procuraba mostrar el amor por el contacto con la naturaleza y las sensaciones, emociones, que esta te devuelve cuando eres capaz de disfrutarla hasta sus tuétanos, dejándote llevar por su ritmo, por sus querencias, por su tempo, tan lento, tan pausado como las estaciones, el viento o la meteorología dicten. 

Dentro de este amor evidente encerraba una obviedad: el respeto, el cuidado, la garantía de dejar todo como lo has encontrado, más allá de dañar, de intentar doblegar, de herir los múltiples aspectos, caras, rostros, diversidad que nos muestra la naturaleza.

Decía en esta misma frase tres palabras: evidente, obviedad y respeto, pero a veces no parecen casar. La lógica que impera para muchas personas que se acercan al monte, a la montaña, al campo, cada cual que lo llame como dicte su corazón o su hábito, no tiene su sustento en el respeto ni el cuidado en la atención.

El fin de semana pasado Juanar parecía una feria, y no solo por el volumen de gente, de coches, sino por la contaminación, los desperdicios, la basura que los visitantes iban dejando tras de sí como flautistas de Hamelín. Pañuelos de papel, latas, alguna mascarilla, envoltorios de comida procesada. No era un exceso, pero sí, eso sí era evidente.

Y más allá de no recoger lo arrojado con impunidad está la contaminación acústica. El volumen brutal con el que mucha gente se relaciona con el entorno natural. Los gritos con los que se comunican, el vocerío, la charla desaforada. Las cabras, y lo que no son cabras, huyen de estas oleadas de gentío masivo con toda la razón.

No soy una persona especialmente espiritual, pero sí entiendo que contactar, conectar con la naturaleza es otra cosa. El respeto va más allá de lo que creía obvio, no ensuciar, porque también reside en acompasarse uno con el entorno que visita, en disfrutar del sonido más allá del que genera uno mismo, el silbido del viento, un graznido en las alturas, un berrido, el escamoteo de un reptil entre el matorral bajo, los trinos de algunos pájaros.

El antropocentrismo nos subyuga tanto que creemos ser lo único en el entorno que nos rodea, lo más importante, y olvidamos que formamos parte trascendental de los equilibrios que nos exige formar parte de un ecosistema, de un todo natural, y que cualquier injerencia que perpetremos puede ser fatal.

Hay que echarse al monte, por su puesto, es necesario sentirnos uno más con la naturaleza, esencial, pero también es radicalmente necesario respetarla para respetarnos, cuidarla para cuidarnos, de lo contrario las delicadas arquitecturas se romperán, se fragmentarán, y habremos hurtado, nos habremos hurtado, lo que nos hace realmente humanos.

Las reglas son sencillas.
 
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