Feliz Navidad, Eguberri On

11/12/2019
Todo tiene su simbología. La vida se encuentra preñada de símbolos. Pueden ser trascendentales, marcar un punto de inflexión en una historiografía, o ser tan perfectamente banales que solo arañan la superficie de manera indeleble, solo, casi nada. En muchas ocasiones esos símbolos, hitos, llevan aparejados una serie de rituales que ayudan a cimentar su presencia en nuestras vidas. Y esos ritos trascienden la ideología, la religiosidad, la espiritualidad, porque están aferrados íntimamente a lo cotidiano.  

Hay símbolos y rituales que no van más allá del ámbito estrictamente privado, personal más bien, y que solo uno mismo es consciente de ellos. Escuchar el Réquiem de Mozart antes de cada examen en la facultad de periodismo, aquella época, para conjurar la buena suerte. Pasear en la madrugada, aún enfilado el sol, por el muelle de Ea, acompañado solo del sonido de la marea, con la intención de anclar ese momento preciso en tu imaginario para recurrir a él más tarde, en caso de necesidad.  Asomarme al balcón de mi casa en la calle Serenata para sentir el último hálito del calor en verano y del frío en invierno antes de refugiarme en la presumible calma del sueño. Todos tiene su simbología, su ritual, y cada uno le damos el significado oportuno para nuestro interés o nuestra necesidad.

Hay símbolos y rituales que van más allá y se transforman en una costumbre imbricada en el imaginario colectivo, inapelable, en la que se concitan tradición, cultura, estética, ideología o religión y de la que nos es imposible escapar porque formamos parte de ella de manera directa y antropológica o porque nos avasalla de manera indirecta. La Navidad es uno de estos símbolos que, además, está trufado de rituales ancestrales de una enorme carga espiritual trascendental por un lado y de una carga completamente banal por otro. Y dentro de este abanico se sitúan poner el Belén, decorar la casa y el árbol, festejar la Nochebuena y la Navidad, la Misa del Gallo, el retiro espiritual, el Nacimiento de Cristo, los villancicos y las zambombás, el Alumbrado Navideño con mayúsculas, el caganer, las compras desmedidas, las comidas pantagruélicas, los rotos económicos irreparables. Porque por más que pese a las almas más devotas y pías, la navidad también es todo esto. Una mezcla improbable y contradictoria en muchos de sus términos, pero tozudamente real en lo tangible, en lo cotidiano.

Hace años, pese a mis convicciones ideológicas que me alejaban de la Iglesia y de sus rituales, asumí, no sin cierta devoción, qué contradicción, que la Navidad también formaba parte de mis rituales, que parte de sus símbolos eran también los míos y que dentro de ese caos desmedido había dos o tres argumentos más que convincentes para abrazarme a ella. Para mí la Navidad posee el calor de la compañía, de las querencias familiares, de las amistades insoslayables, de los rituales paganos y cristianos conviviendo en fusión y armonía, de la ilusión imbatible de la llegada de los Reyes Magos y de Olentzero, del Belén de Playmóbil, del árbol de Navidad, de la espera desafiante e inquieta de Daniela, porque para añadir más sensaciones a lo ya desbordado tuvo a bien nacer el Día de los Inocentes, 28 de diciembre, hace casi ocho años. Así con estos mimbres de rituales y símbolos, personales y sociales, privados y públicos, abrazo la llegada de la Navidad como lo que para mí significa, un tiempo concentrado de amor.

Felices fiestas. Eguberri on.
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