Echarse al monte

16/09/2020
Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua sobre la expresión “Echarse al monte”, lo siquiente: “Ponerse fuera de la ley en partida insurrecta o en bandolerismo”. Algo de insurrección tiene en esta ciudad que lleva hasta grabado en el nombre su querencia por el mar, Marbella, mirar a la montaña como punto de escapismo, fuga, ausencia de sí mismo y contacto con la naturaleza, más o menos domeñada, pero naturaleza al fin y al cabo. 

Fue en el año 1999 cuando, en mi primera vida por estos lares, descubrí Sierra Blanca y Juanar de la mano de un italiano y una madrileña que pusieron ante mí el olivar de altura del vecino Ojén. Ese circo rodeado de picos blanquecinos, serpeado de trochas y caminos, con esa vía principal que es la pista que lleva hasta el mirador del Macho Montés. Y en su mayoría el paisaje preñado de pinos, eucaliptos, castaños y los mencionados olivos en una coexistencia pacífica, armonía natural de especies.

Desde entonces, me he calzado las botas muchas veces y he recorrido en compañías varias las veredas que atraviesan el corazón de esos picos. Con el Club Senderista de Ojén, sacamos chispas a las rutas más conocidas, como el Pozuelo (senda de José Lima) donde aun se pueden ver pinsapos, la ascensión al Pico de Juanar (por detrás, algo más suave), al emblema de La Concha a la que nunca pude acceder ni podré (problemas de cierto vértigo), al Tajo Negro (uno de mis preferidos), Puerto Rico Bajo, Puerto Rico Alto, Los Monjes… Excursiones nocturnas en la luna de agosto, donde todo cobra un nuevo aspecto y donde los niños y las niñas que nos acompañan disfrutan del temor de otro modo.

Estas querencias montañeras me vienen de pequeño, cuando junto a mi padre y a mi madre recorríamos los montes próximos de Bizkaia como el Argalario, el Mendíbil o el Arroletza o los algo más exigentes Ganerán, Gazteran y Pico de la Cruz, el Apuko o Peñas Blancas, montes de Triano y la Arboleda, con su pasado minero abriéndose paso hasta hoy en día como un recuerdo imborrable. Momentos únicos.

El sábado pasado propuse a Daniela ir al monte un rato, dar un paseo, caminar, sentir el contacto de la tierra, sus perfumes singulares. Fuimos a Juanar y accedimos al mirador del Macho Montés desde la trocha al oeste del olivar, bajo un frondoso bosque de eucaliptos y de pinos, rebautizado inmediatamente como El Bosque Oscuro. Y allí, entre hazañas propias de Tolkien armados con dos bastones a modo de lanzas mágicas, entre recolectas de frutos y piedras y nuestras gorras emplumadas de hojas cual Niños Perdidos, redescubrimos el placer mutuo, recíproco, de nuestra compañía.

Y esa sensación, me trajo el recuerdo de aquella niñez y primera juventud, la sensación indeleble de aquellas escapadas con mi padre y con mi madre, su juventud recortada contra el verde, las botas Chiruca engrasadas, la cantimplora, las mochilas Serval de tela, el caminar despacioso, los refugios artesanales, el saludo a otros montañeros con los que nos cruzábamos en el camino, el fuego minúsculo donde asar una panceta o un chorizo, la bota de vino, la pequeña navaja. Un paisaje insustituible de la infancia.

Daniela y yo hemos elaborado una lista muy seria, ya hemos tachado la primera de las rutas, ya nos hemos echado al monte.
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