1º de Mayo

01/05/2019
En mi adolescencia las sirenas de las fábricas en el cambio de turno me sacaban del sueño, toda la vega del Valle de Trápaga se extendía más allá de nuestro balcón y las fábricas, monstruos multinacionales, engullían a miles de trabajadores que amoldaban su vida a esos horarios partidos en tres. Hileras de hombres y mujeres hormigueaban por la carretera, recta, enfilaban sus pasos hacia una u otra. Todo ello bajo el latido de Altos Hornos de Vizcaya que hacían latir el cielo de rojo con cada nueva colada de hierro, el latido del hierro. 

No se soslayaban las conversaciones en casa sobre la conquista de los derechos, las luchas por la libertad, las reuniones políticas clandestinas y las acciones sindicales. Formaban parte de un modo de vida, de entender nuestro lugar en el mundo.

Mi aitite, Daniel, mi abuelo, fresador autodidacta en jornadas de doce horas seis días y medio a la semana frente a la máquina, siempre entendió la lucha obrera como la herramienta para conquistar un mundo mejor, más justo, más allá de aparatología ideológica, pero profundamente progresista. Y con el esfuerzo y dignidad de clase sacó su vida adelante, dos hijos médicos, una hija profesora, mi ama, mi madre.

Y en los primeros compases de la libertad, mis padres me subían en volandas y así acudía a las manifestaciones donde se coreaban aquellas consignas preñadas de futuro. Con sus amigos, amigas, apenas algo más de veinte años, que habían padecido la dictadura en su adolescencia, en su primera juventud y entendían que cada paso en la calle era un paso hacia el estado del bienestar.

Y cuando crecí, aún sentía ese pálpito en mi barrio de Barakaldo, una ciudad industrial, gris, sucia, marcada por las máquinas, por los engranajes de la industrialización primero y por la desindustrialización después. Esta última brutal y devastadora, tanto que hasta obligó a un cambio de paisaje físico, arrancando aquellas fábricas inmutables de sus pilares, devastándolas, dejando vacíos, contaminados, insalubres, los solares en los que habían crecido, amparando a aquellos miles de trabajadores y trabajadoras durante décadas. La lucha en la calle que vino después fue dolorosa en su victoria parcial, pírrica en ocasiones, en su transformación.

Pero el ímpetu, ese hálito de rebeldía, de pasión por la justicia social y por la lucha, continúa, y de aquel tiempo viene el ímpetu de los pensionistas en Barakaldo y en Bilbao, ejemplo de tenacidad, constancia, insobornable se inasequibles al desaliento. Nada es espontáneo. Todos los movimientos sociales tienen su poso, su trascendencia histórica.

No somos impermeables a la vida. Lo que nos rodea nos conforma, nos configura, hace que se formule nuestro pensamiento. Lo que vemos, vivimos. Por eso celebro y celebraré siempre el 1º de mayo, en honor a mi aitite, a mi familia que nunca jamás cejó, cejaron en el empeño de luchar, construir, un mundo más justo, mejor.
 
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