Ciudad colapsada: Marbella y la Costa del Sol ante el abismo del turismo masivo

05/09/2025
Marbella y la Costa del Sol viven del turismo, pero, como recuerda Greenpeace en uno de sus últimos informes, no todo crecimiento es progreso. La apuesta por el turismo masivo ha convertido la temporada alta en una temporada eterna: carreteras atascadas, alquileres imposibles, playas saturadas y una huella ecológica que no se disimula con palmeras de rotonda. La paradoja es clara: cuanto más éxito tiene el destino, peor se vive en él. 

Primer síntoma: el espacio. Los mismos metros cuadrados deben acoger a una población flotante que se multiplica. El tráfico en la A-7, la presión sobre el litoral y la ocupación de cada parcela disponible dibujan una ciudad donde la vida cotidiana se vuelve contra sus habitantes.

Segundo síntoma: el precio. La vivienda se transforma en activo financiero. La oferta de apartamentos turísticos crece mientras el parque residencial se reduce, expulsando a quienes sostienen la ciudad. Una Marbella que no puede alojar a su gente no es un destino: es un decorado caro.

Tercer síntoma: el agua. Entre piscinas, jardines y campos de golf, el consumo se dispara justo cuando el recurso escasea. Priorizar el derecho humano al agua exige decisiones valientes: abastecer primero a la población, modernizar redes, penalizar el derroche y orientar la demanda hacia usos compatibles con un clima cada vez más extremo. Renunciar a esto es irresponsable.

No se trata de demonizar al visitante ni de negar la aportación del sector. Se trata de reconocer límites. El litoral no puede seguir siendo un catálogo de hormigón. Proteger de forma efectiva dunas, arroyos y sierras próximas es compatible con un turismo que valore lo que viene a disfrutar. Eso implica controlar aforos en espacios sensibles, poner coto a eventos que multiplican impactos y vigilar actividades que externalizan costes ambientales.

El modelo alternativo está escrito, y Greenpeace lo resume: reducir viviendas turísticas y la burbuja hotelera; frenar ampliaciones de aeropuertos y puertos; restringir cruceros y vuelos cortos; desincentivar el coche privado y apostar por transporte público fiable, carriles bici e itinerarios a pie. Añadamos una fiscalidad que premie la eficiencia y grave prácticas depredadoras, y una gobernanza que ponga por delante el interés general, no la foto del corte de cinta.

Renaturalizar la primera línea de costa —recuperar riberas, eliminar muros, restaurar sistemas dunares— no es romanticismo: es infraestructura frente a temporales y subida del mar. Del mismo modo, diversificar la economía —tecnología, cuidados, cultura, agroecología— reduce la vulnerabilidad del monocultivo turístico y crea empleo estable.

Esto requiere instrumentos concretos: censo público y cupos estrictos de viviendas turísticas, inspección y sanciones efectivas, datos abiertos para el control ciudadano y mesas de barrio donde vecinos, empresarios y administración acuerden límites. Planificar no es prohibir; es elegir con evidencia. El resultado será una ciudad más justa, con comercio de proximidad vivo y barrios que no expulsen a sus jóvenes.

Marbella puede liderar la transición. Tiene capital social, talento y una marca poderosa. Falta voluntad para ordenar el territorio con rigor, para decir “no” a lo que no cabe y “sí” a lo que mejora la vida. La política valiente piensa en la década, no en la temporada. Todavía estamos a tiempo si actuamos con coherencia, transparencia y coraje institucional.

¿Queremos seguir siendo una postal congestionada o una ciudad habitable que comparte su riqueza sin devorarse a sí misma? La respuesta exige medir lo que de verdad importa: tiempo de las personas, acceso a la vivienda, calidad del aire y del agua, salud de los ecosistemas y equilibrio entre residentes y visitantes. Si cambiamos lo que medimos, cambiaremos lo que hacemos. Hacerlo no es ideología; es sentido común y justicia urbana para todas.
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